8/10/2010

Inexorable

Pedro Miguel

No será fácil. Tarde o temprano, la autoridad tendrá que empezar por desconvencer a los ciudadanos de buena fe que compraron el cuento del propio gobierno: la prohibición de ciertas drogas es una medida eficaz para combatir las adicciones. Esa prohibición empezó siendo el camino fácil –y falso– para enfrentar la innata tendencia de una porción minoritaria de la sociedad a vivir y morir con la cabeza fuera de este mundo. Con respecto al objetivo declarado, la prohibición no sirvió de nada, pero permitió el florecimiento de mafias que conformaron, a su vez, un poderío político y militar capaz de corromper, enfrentar y derrotar a las instituciones públicas, y una actividad monetaria y financiera que es, hoy, uno de los sectores punta de la economía; la ley creó el delito. Las adicciones son anteriores al narcotráfico y persistirán, aunque disminuidas, cuando éste desaparezca, si es que un día desaparece. En ausencia de empresas que buscan ampliar sus mercados por todos los medios posibles, la drogadicción volverá a la marginalidad de la que nunca debió salir y podrá ser enfrentada con los instrumentos antes relegados: la investigación científica, las campañas educativas de prevención, los tratamientos de desintoxicación y las terapias personales y familiares que les permitan a los enganchados reconstruir su sentido del mundo y su lugar en él.

En forma paralela a esta vasta tarea de restauración del sentido común, el gobierno tendrá que tragarse el sapo de la negociación con los narcos, un tema que el calderonato ha convertido en un tabú hipócrita –pues negocia todos los días y a todas horas con delincuentes de todas las clases y especialidades, las fiscales y financieras en primer lugar– pero que resulta ineludible: como lo afirma el viejo principio, no siempre se negocia con los que a uno le caen bien, ni con los santos ni con los bonitos, sino con quienes ejercen poder real, y los empresarios de la droga podrán tener la vida corta, pero concentran un poder equiparable al de los banqueros, los televisos, los gobernadores de horca y cuchillo, los charros sindicales o varios ex presidentes de trayectoria criminal.

El Ejecutivo federal tiene muchas cosas de que hablar con los cárteles: de la conversión en capital de las actuales montañas de efectivo y de una nueva forma de inserción en la economía formal que no sea el lavado; del establecimiento de destinos de inversión; de amnistías e indultos que permitan cambiar unos cuantos años de adrenalina a tope y vida frenética por unas décadas de honorabilidad y existencia apacible; la localización, entrega y reclusión de asesinos patológicos... Algunos capos se rehusarán y otros dirán que sí a la propuesta oficial. Pero, con drogas despenalizadas y reducidas a precios compuestos por un mero valor de costo industrial, utilidad, más impuestos, los remisos tendrán la guerra –entonces sí– perdida.

Habrá que hacer frente, desde luego, a una negociación, acaso más espinosa que la anterior, con Washington: ante la despenalización total de las drogas en su vecino del sur, Estados Unidos no tiene más alternativas viables que colaborar con éste para salir con bien del desmadre temporal que sobrevenga, abatir violencias y delincuencias residuales y, sobre todo, enfrentar la inevitable crisis económica que ocurrirá en la economía mundial, cuando desaparezca en forma abrupta el flujo de cientos de miles de millones de dólares del narco a los centros financieros internacionales. La clase política gringa podrá hacer mucho cacareo pero no cerrará su frontera ni renunciará al TLC ni ordenará la invasión de México por una razón simple: no es tan tonta.

Por supuesto, nadie está proponiendo la venta de cocaína, metanfetaminas o heroína en las misceláneas ni en las cooperativas escolares, puestas en los mismos estantes que los Miguelitos y los Swinkles, ni que se permitan campañas publicitarias para tachas o mota de marcas rivales. La importación, cultivo, fabricación y distribución de drogas deben estar sujetas a controles, supervisión y pago de impuestos. Tal esquema se prestará a corrupción, claro, pero no a tanta como la que genera la actual pretensión de combatir al narco con la fuerza militar y policial.

Tarde o temprano la autoridad federal tendrá que marchar en esta dirección. En tanto los gobernantes no empiecen a hacerlo, habrá motivos para sospechar que, por intereses políticos, económicos, o por ambos, les conviene que el narcotráfico siga existiendo.

El debate sobre la legalización de la mariguana

Javier Flores

La aceptación del licenciado Felipe Calderón Hinojosa de que se abra un debate acerca de la legalización de la mariguana, tiene la virtud de que muchos funcionarios, personajes de la vida pública y sectores de la sociedad, que permanecían callados ante un tema considerado tabú, de pronto se sientan liberados para expresar sus puntos de vista sobre lo que podría ser vía para resolver de raíz un problema que ha sido convertido en el principal reto para la seguridad pública en México.

Aunque hubo luego una aclaración oficial, pues en un comunicado emitido por la presidencia de la República, se dijo que Calderón está contra la legalización de la mariguana, pero que acepta abrir el debate al respecto. Esta precisión obliga, al menos a los miembros de su gabinete, a los funcionarios de su gobierno, a la Secretaría de Salud y a los integrantes del Partido Acción Nacional –no hay que olvidar que una legalización tendría que pasar por el Congreso–, a mantenerse en la postura que ya de por sí tenían contra la despenalización. Como quiera que sea, se trata de un movimiento muy interesante, pues con todas las limitaciones que se le quieran ver, introduce un nuevo elemento que marca, así sea sutilmente, un cambio en la estrategia de la guerra contra el narcotráfico. Es un mensaje para alguien.

Nunca ha estado claro cuál es el objetivo de haber declarado una guerra al narcotráfico. Y yo no creo que se trate sólo de un problema de comunicación. En un primer momento, el propósito era salvar a los jóvenes mexicanos del infierno de las adicciones, a lo que Calderón se ha referido como “… la esclavitud de siglo XXI”. De pronto, ocurrió algo, a lo que a mi juicio no se ha prestado suficiente atención: En una entrevista con la cadena CNN realizada el 28 de marzo de 2010, Calderón Hinojosa afirmó: Mi objetivo principal no es acabar con las drogas ni eliminar su consumo. Eso es imposible. Entonces, el propósito se convierte en algo confuso, pues se trataría de terminar con algo con lo que es imposible acabar. Es evidente que en el más alto nivel del gobierno federal se producen oscilaciones en las ideas sobre el narcotráfico, la fármacodependencia y cómo enfrentarlos.

En diciembre de 2008, en una entrevista realizada por el periodista Óscar Mario Beteta, que fue difundida ampliamente por la sala de prensa del gobierno federal, Calderón se opuso tajantemente a la idea de legalizar las drogas. Pero resulta interesante una de las razones que expresó en ese entonces para justificar su postura; la falta de un consenso a escala internacional, en particular con Estados Unidos, lo que convertiría a México en una especie de paraíso para los narcotraficantes: “… entraríamos al peor de los mundos”, dijo.

Sin embargo, resulta que nuestros vecinos están avanzando en la discusión para legalizar la producción, el transporte, distribución y consumo de la mariguana, al menos en California, y en otros estados ya es legal en ciertas condiciones, como su empleo con fines medicinales. Al primero que yo escuché advertir sobre esta contradicción, hace ya varios meses, fue al ex canciller Jorge Castañeda. Tiene razón, pues México estaría haciendo el ridículo poniendo los muertos para evitar que la droga llegue a manos de quienes han decidido tenerla. Lo anterior muestra que los escenarios internacionales sobre los que basa el gobierno la oposición a legalizar la mariguana han ido cambiando.

Es cierto que el tema de legalizar la mariguana no es algo sencillo e involucra muchos factores. Uno es el de la violencia y otro es económico. En la primera sesión del Diálogo por la Seguridad, realizada la semana pasada, el director del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), Guillermo Valdés, presentó algunos datos que permiten atisbar el rostro de esta guerra. Ahí se dio a conocer el número oficial de muertos: ¡28 mil!, así como las detenciones, decomisos de droga, acciones de policías y soldados… en fin, los cuadros de la violencia. Sin embargo, lo que no se dijo, es cuánto representa esta decisión –tomada unilateralmente–, en términos económicos. Yo no cuento con los datos precisos (y estoy seguro de que muy pocos los tienen), pero tengo la impresión de que es una pesadilla que nos está saliendo muy cara.

Estos recursos bien podrían ser empleados en la prevención y el tratamiento de las adicciones en especial en el grupo de menores de 15 años. Y esta es la dimensión que me parece la más importante, pues la despenalización puede verse también como una herramienta para enfrentar un problema de salud pública. En México, hay alrededor de 450 mil farmacodependientes. Lo que me parece sorprendente es que se afirme, como lo hace el Secretario de Salud de México, que la legalización de la mariguana provocará el aumento del consumo y, en consecuencia, el del número de adictos. Afortunadamente la ciencia ha superado las etapas de los arúspices, magos y adivinadores.

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