8/08/2010

La columna de Cristina Pacheco...


Mar de Historias

Los maniquíes

Cristina Pacheco

Llevo 14 años cuidándole su edificio al licenciado Rubio. En todo este tiempo ha venido en muy pocas ocasiones pero, eso sí, llama por teléfono al menos una vez por semana. Me da órdenes y me hace preguntas que jamás tienen que ver conmigo.

Es natural. A una persona tan ocupada qué puede importarle mi salud o cómo me siento de que Washington, a quien siempre llamé de cariño Guachi, haya muerto y sus maniquíes sigan desnudos y amontonados en el cuarto.

Comprenderá usted el gusto que me dio ver al licenciado Rubio, sobre todo que llegara de improviso. Así podría darse cuenta de que es verdad lo que le digo por teléfono: le tengo su edificio impecable, como si los departamentos siguieran ocupados por familias.

Los únicos tres que aún se alquilan sirven de bodega.

Las rentas aquí siempre han sido altas, por eso Guachi tomó un cuarto de azotea junto al mío para vivir y para almacenar sus maniquíes y los que le traían a componer.

Cuando vi al licenciado Rubio pensé en preguntarle qué íbamos a hacer con todas esas figuras. No me estorban y hasta siento que me acompañan, pero tampoco pueden quedarse allí para siempre. Washington decía que están hechas de un material más durable que las personas. Es cierto: él ya no está y ellas siguen aquí, esperando.

II

El licenciado Rubio sólo dijo que necesitaba revisar el edificio. Le entregué todas las llaves y me pidió que lo acompañara en el recorrido. Le llamó mucho la atención que hubiera puesto sobre los medidores de luz la correspondencia que sigue llegando. Le dije que lo hacía por si alguna vez venían a reclamarla los antiguos inquilinos. Dudo que vuelvan: esto se ha llenado de drogadictos y de ladrones. Ya nadie quiere vivir en el rumbo. Qué lástima.

En cada piso se detuvo a inspeccionar los departamentos. Yo mientras tanto le recordaba los apellidos de las personas o las familias que los habían ocupado. No hizo ningún comentario. Me pareció lógico. Con tantas responsabilidades, ¿qué podía interesarle quién hubiera vivido en el l0l o en el 404? ¡Nada!

Subimos a la azotea. Todos los cuartos estaban cerrados. También el mío, sólo que junto a la ventana colgaban mis plantitas. ¿Nunca ha tenido animales? La pregunta del licenciado Rubio me emocionó. Sentí que por primera vez en tantos años me tomaba en cuenta. Le dije que sí: un perico, un perrito y dos gatos. ¿Qué pasó con ellos?

Su curiosidad me dio confianza: el perico se murió de frío, los gatos se fueron y al perro me lo atropelló un coche. Algunos vecinos se habían ofrecido a regalarme otro pero no acepté. No quiero encariñarme con ningún animal y sufrir de nuevo cuando se vaya o se muera. El licenciado Rubio estuvo de acuerdo.

Señaló el cuarto de junto. ¿Quién lo ocupa? Le contesté: Washington. Aquí vivía, modelaba y reparaba maniquíes. El pobre acaba de morir. En paz descanse.

No me preguntó de qué había muerto, pero se asomó por la ventana para ver las figuras amontonadas y desnudas. ¿Cuántas serán?

Imposible contarlas. Aproveché para preguntarle qué haríamos con el cuarto y las figuras. El sólo dijo: “A ver…” Me pareció feo verlo más interesado por los maniquíes que por Guachi. Le conté que cada vez que él regresaba de Morelos, me traía un litro de miel. Según Guachi, era buena para curar todas las enfermedades, hasta la tristeza.

El licenciado Rubio se dirigió al pretil. Le recordé que cuando llegué a trabajar aquí no había tantos anuncios ni edificios. En las mañanas claras alcanzaba a mirar hasta las montañas que tanto me gustan. ¿Usted de dónde es? Estuve a punto de llorar. Hacía años que nadie me preguntaba eso y nunca imaginé que el licenciado Rubio, tan lleno de compromisos y obligaciones, pudiera interesarse en algo así. Le dije que de Ocampo, Guanajuato. ¿Tiene familia allá?

No me queda nadie. Mis padres ya murieron y mi único hermano vive en Tijuana. ¿Nunca le ha propuesto que se vaya para allá? Le respondí que no. Estoy muy contenta trabajando en el edificio, aunque viva sola y más desde que se fueron todos los inquilinos: ninguno pudo con el alza de las rentas.

Los bodegueros vienen por la mañana o por la noche, siempre de prisa, sin tiempo para saludarme o despedirse. Muerto Guachi, los únicos moradores del edificios somos los maniquíes y yo. No sé por qué tuve la corazonada de que acababa de cometer un error.

III

Sin decirme nada el licenciado Rubio bajó las escaleras. Lo seguí pensando que aún no me había aclarado el motivo de su visita. Cuando llegamos a la puerta me entregó las llaves y me dijo muy tranquilamente: “Necesito que me desocupe el cuarto antes de fin año. Desde hace mucho he pensado en vender el edificio. Ya me salió un cliente. Quiere tomar posesión en enero. Es posible que lo demuela. Se lo aviso desde ahora para que vaya buscando en donde vivir. Usted es sola, ni siquiera tiene animales. No será difícil que encuentre algo razonable. Y si no, piense que tiene un hermano en… ¿dónde me dijo que radica?”

No pude contestarle. Estaba atontada, como si me hubieran golpeado la cabeza con una piedra. Debo de haber tenido una cara terrible porque enseguida me aclaró que no iba a cometer una injusticia conmigo: me llamaría para arreglar lo de mi compensación por todos mis años de trabajo.

Salió del edificio. Lo seguí. Le pregunté qué iba a hacer con los maniquíes de Guachi. Ponga un letrero de que se venden. No faltarán compradores, pero en caso de ser así pues que se los lleven los de la basura. La cosa es tener esto desocupado para diciembre. Entró en su coche y se fue.

IV

Con trabajos subí a la azotea. Me detuve frente a la bodega de Guachi. Por la ventana miré los maniquíes que él había modelado con tanto esmero. A Rubio le da igual lo que suceda con ellos y conmigo. A mí no. Aún no he puesto el letrero de que se venden.

De aquí a fin de año en encontrar un sitio dónde vivir. Pienso llevarme los maniquíes. Las figuras que desde la muerte de Guachi han sido mi única compañía lo serán por el resto de mi vida.

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