8/09/2010

Manuel Borja y las turbulencias de Mexicana
Miguel Ángel Granados Chapa

MÉXICO, D.F., 8 de agosto.- Si en México se estilara numerar a los miembros de una dinastía, a la manera sajona, Manuel Borja Chico sería conocido como Manuel Borja IV (pues su bisabuelo, su abuelo y su padre fueron todos sus tocayos. Manuel Borja Soriano, Manuel Borja Covarrubias y Manuel Borja Martínez fueron profesores de la UNAM, donde se graduaron, y fueron prestigiados notarios. Sin ser abogado como sus ascendientes, Borja Chico está hoy, en su carácter de director general de Mexicana de Aviación, en medio de un conflicto financiero que el 2 de agosto entró en su fase jurídica, al pedir ser declarada la empresa en concurso mercantil, una figura jurídica que, modernizada y norteamericanizada sustituyó a la antigua suspensión de pagos del derecho mercantil mexicano.

Cuando Borja Chico asumió hace tres años, en julio de 2007, el principal cargo ejecutivo en esa aerolínea, la más antigua del país, se delineaba ya la crisis que ha puesto en jaque a esa empresa. El funcionario conocía bien los perfiles de la situación porque durante el año anterior había sido director corporativo de finanzas y administración. A diferencia de sus ancestros, Borja Chico es ingeniero industrial por la Universidad Iberoamericana y obtuvo en la Universidad de Texas en Austin una maestría en administración de negocios. Nacido en la Ciudad de México el 18 de enero de 1965, a su regreso del posgrado laboró en varias empresas hasta que llegó a niveles ejecutivos en el Grupo Posadas, el consorcio hotelero que maneja los establecimientos Fiesta Americana y Fiesta Inn y que ha sido dirigido por Gastón Azcárraga.

Cuando el gobierno federal resolvió disolver la Controladora Integral de Transporte Aéreo, que administraba para el Instituto para la Protección al Ahorro Bancario (IPAB) a las dos aerolíneas troncales de nuestro país, Mexicana y Aeroméxico, determinó también venderlas por separado. La decisión hizo disminuir su valor y, por lo tanto, sus compradores adquirieron gangas en los dos diferentes momentos en que fueron realizadas. El Grupo Posadas encabezó a accionistas que adquirieron Mexicana por 165 millones de dólares, con el compromiso de financiar la cobertura de sus pasivos e inyectar nuevos recursos a la empresa.

Muy poco después de la adquisición, realizada en diciembre de 2005, la empresa reclamó un primer auxilio de sus asalariados. Solicitó a la Asociación Sindical de Pilotos Aviadores, según acaba de recordarlo ASPA, “realizar esfuerzos extraordinarios” para reducir los costos laborales. “Nuestra organización aceptó, no sin dificultades, aportar de su contratación colectiva –es decir, salarios y prestaciones– cerca de 200 millones de pesos a lo largo de cuatro años”. La empresa, a la que en agosto de 2006 se incorporó Borja Chico, no se contentó con ese empeño sindical. Lo reclamó también de los sobrecargos, y al no obtener una respuesta satisfactoria, en 2007 planteó ante la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje un conflicto colectivo de naturaleza económica, mecanismo previsto en la ley laboral, una de cuyas consecuencias es la reducción de salarios y prestaciones. Aunque el tribunal del trabajo falló a favor de la empresa, la Asociación Sindical de Sobrecargos de Aviación (ASSA) acudió en busca del amparo de la justicia federal. Hasta la fecha el asunto está pendiente de resolución en la Suprema Corte.

Con ese antecedente, ASSA se puso en alerta ante la exigencia de hacer sobrellevar parte de los costos de la actual crisis: “Los accionistas nos proponen dejar sin empleo a 500 sobrecargos, que disminuyamos en más de 60% nuestras prestaciones e ingresos. Esta audaz propuesta (que se agrega a la de contratar cada cuatro años, sin revisión anual de salarios) es proporcionalmente semejante a la que se formuló a los pilotos”. Los sobrecargos respondieron con disposición “a cooperar, pero sólo si se demuestra que con nuestras aportaciones se salva la empresa y que además esto garantiza que siga adelante como un negocio rentable”.

Mientras formulaba en 2006 y 2007 estas demandas a sus trabajadores, la administración de Mexicana se aprestaba por su parte a disminuir el valor de la compañía. Creó dos aerolíneas de bajo costo, Clic y Link, que crecieron al punto de que hoy tienen a su cargo “el 95% del mercado nacional para Grupo Mexicana”, según lo hizo saber el propio consorcio. Se crearon otras empresas mediante el desmembramiento de áreas de trabajo de Mexicana, y finalmente, el 29 de diciembre pasado, hace apenas siete meses, fue creada otra controladora de las acciones, el Nuevo Grupo Aeroportuario, al que el Grupo Mexicana de Aviación vendió sus empresas y cedió los derechos para el uso de las marcas de la compañía. Por eso fue posible ofrecer, en una suerte de broma trágica, la administración de la empresa a los trabajadores mediante el pago de un peso, pues se les entregaría un cascarón que además debería pagar por el uso de su emblema y su denominación, a menos que se atrevieran a crear nuevas señas de identidad, una manera de repudiar la herencia que significa una trayectoria de 86 años, que se cumplirán el próximo 20 de agosto, pues Mexicana se constituyó en esa fecha de 1924.

En un claro doble juego, todavía el lunes y el martes de la primera semana de agosto, Mexicana siguió considerando como una opción ante su crisis el presentarse a concurso mercantil. Subrepticiamente ya lo había hecho el 2 de agosto, y su solicitud fue admitida a trámite el jueves 5. Al exponer en público las razones de ese paso jurídico, Mexicana dijo confiar en que el juez ordene “la continuidad de la prestación de servicios, con el objeto de preservar la operación de la empresa y garantizar al público consumidor que el servicio no será interrumpido y continuará en su beneficio”. Mientras esto declaraba, actuando en sentido contrario, la aerolínea anunció que no venderá más boletos, lo que equivale a una gradual pero inexorable suspensión del servicio. Es un acto suicida, pues dejará de obtener liquidez que le permita cubrir sus costos de operación, amén del pago oportuno de las obligaciones que se vencen.

He allí un modo bárbaro de pretender acabar con los contratos colectivos de trabajo. En el extremo, cuando se conviertan por esa insolvencia empresarial en acreedores de su patrón, los sindicalizados deberán pujar con otros intereses por la distribución de los escasos bienes que permanezcan en el patrimonio de Mexicana.

Ante esta situación en que el protagonista público es Manuel Borja The Fourth, no es impertinente una nota final sobre su familia paterna. En los términos en que la conocemos, la fundó Manuel Borja Soriano, durante décadas notario público número 36 de la Ciudad de México y muy notable como profesor en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, luego Facultad de Derecho de la Universidad Nacional. Compuso un libro de texto para su curso, la Teoría general de las obligaciones, editado por primera vez en 1935 y que durante muchos años sirvió a los estudiantes de leyes, a los que puso en contacto con la doctrina europea, particularmente la francesa, en esa materia.

Su hijo, Manuel Borja Covarrubias, siguió puntualmente sus pasos. También dotado de fe pública –aunque él ganó la patente de la Notaría 47–, fue asimismo profesor en la facultad correspondiente de la UNAM, y como su padre y sus hijos, serviría igualmente cátedras en la Universidad Iberoamericana. Era un hombre apacible, de quien en el curso de 1962 recibí las lecciones contenidas en el libro de Borja Soriano. Al año siguiente fui alumno de su hijo, Manuel Borja Martínez –el padre del ingeniero Borja Chico– en el curso de contratos, que se impartía en el cuarto año de la carrera. Era adusto, lo que le daba una apariencia de mayor edad de la que tenía, impresión que se completaba con el traje de tres piezas que era su atuendo habitual. Recuerdo su severidad extrema en dos momentos. El primero ocurrió cuando se opuso a dar clase mientras permaneciera en el aula un vagabundo que pedía limosna en los corredores universitarios y al que los estudiantes llamaban Wama, porque su larga cabellera negra era idéntica a la de un personaje de historieta mexicana, dibujado si mal no recuerdo por Fernández Bassoco. Para hacer salir al enorme pordiosero, que era ciego, el arisco Diego Fernández de Cevallos se mostró dispuesto a echarlo por la fuerza, pero reculó cuando Wama blandió su bastón improvisado, en realidad un trozo de varilla de hierro corrugado, útil para defenderse de ese tipo de agresiones. La cordura de la mayoría se impuso, se pidió al gigantón que se retirara voluntariamente y Borja Martínez, muy incómodo durante el episodio, pudo impartir la lección correspondiente.

Al finalizar el curso me asestó, injustamente, aunque sin mayores consecuencias, una sanción nacida de su conciencia ética. El examen era público, y en un momento en que se examinaba la pachuqueña Irma Ponce, su amigo el actopense Simón Montúfar no resistió pronunciar en voz alta la respuesta que nuestra amiga no hallaba. Borja Martínez se molestó con quien había soplado, pero creyó que había sido yo. Cuando tocó mi turno, pidió al profesor que examinaba con él que se ocupara de mí, pues se reconoció prejuiciado en mi contra. Fue así como aprobé el curso de contratos ante el interrogatorio de Salvador Rocha Díaz, muy joven litigante entonces y hoy avezado partícipe en el foro, después de una carrera pública que lo hizo virtual gobernador de su natal Guanajuato –como secretario de Gobierno priista de un gobernador interino panista– y ministro de la Corte.

Borja Martínez dirigió durante dos periodos, de 1966 a 1974, el Departamento de Derecho de la Iberoamericana. Ocupó la Notaría 36, como su abuelo, y murió prematuramente, a los 57 años, el 3 de diciembre de 1990. La asociación de exalumnos de esa universidad jesuita lo ha honrado bautizando con su nombre una presea al mérito académico.

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