3/28/2012

Vicisitudes de un viaje



Elena Poniatowska
El 21 de marzo embarqué en el vuelo 404 de Aeroméxico, a las 16:10 horas rumbo al aeropuerto de Nueva York, JFK (John Fitzgerald Kennedy), en el asiento 26-A (clase turista). En vez de salir como estaba previsto, según nos lo anunció el capitán, que responde al nombre de Jorge Castellanos, un desperfecto en la congelación de no sé qué aditamento nos obligó a quedarnos dos horas y pico más en tierra, por lo cual salimos a las 18:30. Permanecimos durante todo ese tiempo sentados en nuestros asientos.

Por desgracia no apunté bien en ese momento los términos técnicos del desperfecto, porque no imaginaba que íbamos a ir de mal en peor.

Ya a la altura de Atlanta, cuando habíamos llenado los formularios que entregan las sobrecargos para entrar a Estados Unidos, el capitán, sin decir agua va, comunicó que dábamos la media vuelta para ir a Cancún y que allá nos trasladarían a otra nave que nos llevaría a Nueva York. La razón: Aeroméxico 404 no cumplía con los requisitos para aterrizar en el JFK e íbamos a proveernos de combustible. Al salir del avión pregunté al capitán Jorge Castellanos si ninguna aeronave aterrizaba en el JFK y me respondió que sí, pero nuestra línea Aeroméxico no. ¿Por qué? ¿Es defectuosa la nave? ¿Era problema de neblina? ¿De tráfico aéreo? ¿No tenía la nave combustible para esperar sobrevolando la orden de aterrizaje?

En el aeropuerto de Cancún, un encargado me preguntó si no quería yo pasar al salón VIP con mi acompañante Felipe Haro Poniatowski, porque íbamos a esperar unas horitas para abordar esta nueva nave: Aeroméxico vuelo 400 del 22 de marzo, a las tres de la madrugada. Pregunté si los demás pasajeros tenían acceso a ese privilegio y respondió que no, pero que a mi hijo y a mí nos pondrían en primera clase al regreso de Nueva York, el domingo 25.

El vuelo 400 suele salir de Cancún a la una de la madrugada; sin embargo, Aeroméxico retrasó su despegue para que nosotros, pasajeros del 404, aterrizáramos en Cancún. A las cuatro de la madrugada abordamos un avión atascado en que mi hijo y yo quedamos en asientos separados.

Por fin llegamos al hotel Shoreham de Nueva York (cercano al Museo de Arte Moderno, MoMA) tres horas antes de que diera yo una conferencia sobre Diego Rivera en ese recinto, programada desde hacía ocho meses a las seis de la tarde. Mi hijo y yo llevábamos 26 horas de viaje entre la ciudad de México y Nueva York.

Aeroméxico debe una explicación a los pasajeros que aguantan, sin una queja, la falta de respeto y el maltrato que recibieron los días 21 y 22 de marzo. En cualquier otro país, los pasajeros tendrían derecho y toda la razón de demandar a la aerolínea por incumplimiento de contrato. En México, el maltrato y la impuntualidad están a la orden del día. Siempre he viajado por Aeroméxico. Me ofrecen cualquier otra línea e insisto: Aeroméxico. No se vale que abusen así de la confianza que nosotros, los pasajeros, depositamos en nuestra aerolínea.

Ojalá y el director de Aeroméxico, Andrés Conesa, y su equipo directivo tomen en cuenta el daño que le hacen a los pasajeros y el perjuicio que causan a su propia aerolínea. Tengo todos mis comprobantes (clase turista ida y vuelta) y expongo este atropello con la esperanza de que otros viajeros reciban mejor trato, puesto que están pagando por él.

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