El
pasado 1º de enero entró en vigor una decisión del gobierno mexicano
que pretende liberar los precios de los combustibles, medida que ha
generado movilizaciones de rechazo en todo el país. Las protestas -en
contra de lo que se llamó “el gasolinazo” han alcanzado ribetes en
extremo violentos. Tres personas murieron en los enfrentamientos con la
policía y al menos 1.500 personas han sido arrestadas en estos días.
El
objetivo principal de la medida es abandonar los subsidios a los
combustibles y alinear los precios internos con los internacionales.
Seis años atrás, en diciembre de 2010 el gobierno boliviano intentó una
medida similar -también designada popularmente como “gasolinazo”- que
provocó el mismo tipo de revuelta popular. Más allá de las situaciones
particulares de cada país, y el tipo de reformas que ambos gobiernos
propusieron o proponen el problema de fondo trasciende a las ideologías y
a los gobiernos: el fin del petróleo barato.
Los componentes de la crisis
Más
allá del debate sobre las virtudes de la liberalización o estatización
del sector hidrocarburos, y de las responsabilidades por errores o
aciertos del pasado, la medida del presidente Peña Nieto responde a una
realidad económica y financiera insostenible. La producción de
hidrocarburos es cada vez más costosa, la empresa estatal está fundida y
la demanda de combustible es creciente. Sin dudas pudieron haberse
adoptado otras medidas en el pasado y en el presente para evitar este
desastre actual. Sin dudas Pemex pudo haber sido mejor gestionada y la
Reforma Energética pudo haber sido diferente. Pero nada de eso hubiera
evitado, más tarde o más temprano, el aumento de los combustibles.
Uno
de los componentes que conducen a esta situación es el aumento del
consumo de derivados de petróleo en la economía mexicana signada
fuertemente por el aumento del consumo de combustibles en el transporte.
El transporte representa el 46% del consumo energético total y dentro
del transporte, el 91% corresponde al consumo vehicular. El crecimiento
del parque automotor mexicano ha sido constante, como lo ha sido en
todos países de la región latinoamericana. En 2012 había en México 300
vehículos por cada 1000 habitantes -el doble de la tasa del año 2000- y
había alcanzado los 35 millones de vehículos, dos tercios de los cuales
eran automóviles privados. Entre 2006 y 2014 el gobierno tuvo que
destinar subsidios por 53.000 millones de dólares para sostener bajos
los precios de la gasolina y el diésel.
Otro de los elementos de
la crisis es la caída en la producción nacional de hidrocarburos. La
producción de petróleo y la refinación de derivados se han reducido
sustancialmente en los últimos años. En 2004, la producción petrolera
mexicana se encontraba en los 3,4 millones de barriles diarios pero en
la actualidad no alcanza a 2 millones, el menor nivel desde 1980. Por
otra parte la capacidad de refinación apenas cubre el 60% de las
necesidades del país lo cual ha obligado al gobierno a importar 2
millones de barriles diarios de gasolina desde los Estados Unidos, más
de la mitad de lo que se consume en el país.
Finalmente, las
reservas actuales son más caras de explotar. México cuenta con unos 100
mil millones de barriles de hidrocarburos en recursos prospectivos –diez
veces más que sus reservas petroleras actuales-, pero estos ya no son
los yacimientos “convencionales” que hasta ahora el país había logrado
explotar a costos medios de 6 dólares por barril. Se trata de recursos
no convencionales en aguas profundas, o que requieren de fractura
hidráulica (fracking) para ser extraídos y que –según analistas
internacionales- tienen costos de explotación por encima de los 50
dólares por barril.
Estos costos son imposibles de asumir para una
empresa como Pemex que ha arrojado pérdidas por USD 40.000 millones en
2015, y arrastra deudas por casi USD 100.000 millones. Pero aunque lo
pudiera hacer, no podría sostenerse con los precios actuales de la
gasolina. Hay muchas críticas al manejo que se ha hecho de la empresa y
seguramente hubiera podido ser mejor. Pero vale la pena recordar que
todas las grandes compañías petroleras, de la región y del mundo, están
sufriendo situaciones similares, tomando deuda y vendiendo activos para
tratar de sobrevivir. Más aún las compañías que en los últimos años se
han dedicado a la explotación de no convencionales. De manera que, si
bien es probable que haya problemas de gestión en Pemex, parece
evidente que este es más bien un problema estructural para toda la
industria petrolera en la actualidad [[1]].
En
julio de 2015 el sector de los hidrocarburos mexicanos se abrió a la
participación privada después de 70 años de monopolio estatal. Más allá
de las razones “ideológicas” que pudiera tener el gobierno de Peña Nieto
respeto a las bondades de la privatización del sector, lo cierto es que
los mejores yacimientos se han agotado en México y el sector privado no
va a invertir en recursos prospectivos costosos si el precio de los
combustibles no contempla esta realidad. A menos que el estado subsidie
la diferencia.
Situaciones similares fueron las que obligaron a
Bolivia y a Argentina a darle mayores beneficios a las empresas privadas
para aumentar la explotación y exploración de hidrocarburos cada vez
más caros.
Una vida sin petróleo
Peña Nieto
había asegurado que la Reforma Energética en México no implicaría
aumentos en las gasolinas. Ese fue un gran error. Más allá de la
incidencia que haya podido tener esta reforma, es más que probable que
las gasolinas hubieran aumentado de cualquier manera. Los hidrocarburos
son cada vez más costosos y difíciles de extraer y los gobiernos
latinoamericanos no tienen ni recursos ni tecnología para hacer frente a
esta explotación y deben recurrir a empresas extranjeras.
Atraer
las inversiones extranjeras conlleva necesariamente una política de
precios que asegure cierto retorno económico para las empresas. Esto
puede hacerse liberando los precios al mercado –lo que aumenta los
precios al consumo- o aplicando subsidios, directos o indirectos, para
mantener los precios bajos. Ni México, ni ninguno de los países
latinoamericanos están en una posición económica que les permita
sostener esos subsidios.
La particular situación mexicana debería
alertar a los demás gobiernos de la región: deben prepararse para unos
combustibles cada vez más caros. Seguir alentando sistemas productivos,
de transporte y de consumo final basados en hidrocarburos, conducirá
inevitablemente a estallidos sociales en el futuro. Porque los
ciudadanos tienen su vida organizada en torno a combustibles baratos y
dependen de todos los servicios energéticos que estos proveen para su
vida: movilidad, calefacción, cocción, etc. El aumento de los precios de
estos servicios serán insostenibles para la mayoría y los gobiernos
solo tendrán la opción del subsidio para mantener precios bajos.
Las
inversiones públicas o el fomento de la inversión privada deberían
comenzar a orientarse hacia sistemas productivos y de consumo para una
era pos petrolera. Por ejemplo, debería invertirse más en sistemas de
transporte fluviales o ferroviarios y ya no invertir en carreteras.
Debería invertirse en trasporte público más que en ampliación de
avenidas o construcción de autopistas urbanas que aumentan el parque
vehicular privado. Debería invertirse más en exploración eólica y solar
más que en exploración de hidrocarburos. Y al contrario de asegurar que
los precios de la energía no van a aumentar, comenzar a transmitir que
la energía será cada vez más costosa y habrá que irse adaptando a esa
nueva realidad.
La Agencia Internacional de la Energía (AIE) lanzó
una alerta a fin del año pasado: no se están realizando inversiones en
explotación de combustibles fósiles debido a los bajos precios actuales
del petróleo y esto traerá como consecuencia un desabastecimiento en el
corto plazo. Necesariamente los precios del petróleo y de los
combustibles serán más altos porque ya no existe la posibilidad de
producir hidrocarburos a costos bajos como ocurrió en el pasado [[2]].
El
aumento de los precios de la gasolina no es responsabilidad del
gobierno mexicano, así como no serán responsabilidad de ningún gobierno
los futuros aumentos que se avecinan en la región. Esta es una realidad
que hay que asumir porque se acabó la era del petróleo barato. La
verdadera culpa de los gobiernos es cerrar los ojos ante esta realidad
evidente y no asumir ante los ciudadanos que de ahora en más la energía
será más cara y hay que adaptarse. Es deber de los gobiernos decirle a
la población que ya no habrá gasolina barata, a menos que esté dispuesta
a dedicar una parte cada vez mayor de sus impuestos a sostener los
subsidios.
La culpa de los gobiernos es no alertar a sus votantes
que deben hacer cambios en las formas de apropiación y uso de la energía
para sobrevivir. Es no generar políticas para reducir su uso, hacerse
menos dependiente de su consumo creciente, promover alternativas de vida
menos demandantes de los recursos energéticos. Deben comenzar a hacerlo
o sucumbirán. Y los costos sociales serán enormes, como lo demuestran
todas las experiencias latinoamericanas que han tratado en los últimos
años de adecuar los precios de la energía a sus costos reales.
- Gerardo Honty es analista de CLAES (Centro Latinoamericano de Ecología Social)
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